El autocine (XXXVI): Androcles y el león, de Chester Erskine

10 abril, 2017

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Antes de la aceptación del cristianismo, por parte del emperador Constantino (272-337), como una de las religiones toleradas por el Imperio Romano, el contagioso y desenvuelto movimiento fue objeto de interpretaciones para todos los gustos. Los hubo quienes lo consideraron una secta apocalíptica del judaísmo, mientras que, para otros, tan solo se trataba de un exótico engorro más. Sea como fuere, el caso es que la nueva doctrina padeció un proceso de definición y concreción.

De hecho, nada más alejado de la deidad del Antiguo Testamento que el dios benévolo e indulgente predicado por Jesús de Nazareth (c. 4 a. C. - 30); el cual, nunca trató de quebrar los límites de su religión judía, aunque sí la estricta interpretación de la normatividad del judaísmo. De igual modo que, aunque Jesús no estableció estrictamente una Iglesia, la comunidad primitiva sí se sintió como tal.

Recientemente, tuvimos ocasión de comentar la adaptación de la pieza teatral César y Cleopatra (Caesar and Cleopatra, 1899), del dramaturgo irlandés George Bernard Shaw (1856-1950). Ahora, nos referimos a otra de sus adaptaciones de época romana, Androcles y el león (Androcles and the Lion, 1912), estrenada en 1913.

La película Androcles y el león (Androcles and the Lion, Janus Films-RKO, 1952) fue otra coproducción entre ingleses y estadounidenses, dirigida, en esta ocasión, por Chester Erskine (1905-1986), también guionista, junto a Ken Englund (1914-1993). Erskine fue básicamente un director de teatro y un productor cinematográfico y, parece ser que, para la presente realización, recibió cierta ayuda no acreditada de Nicholas Ray (1911-1979). Como en el caso anterior, al tratamiento de la trama se le confiere un carácter de fábula, amable pero no exento de mordiente y sutileza, como sucede con las mejores fábulas.


En una populosa calle de Siracusa (Sicilia), en época del emperador Antonino (86-161; interpretado aquí por Maurice Evans), el optimista Androcles (Alan Young) regenta una tienda de animales domésticos. Y puntualizamos su disposición al optimismo porque bajo este punto de vista se desarrolla, en líneas generales, la narración. Androcles tiene, como se suele decir, buena mano para los animales, además de un carácter integrador y bondadoso. Pero su contento dura poco cuando su esposa (la estupenda Elsa Lanchester), mujer marimandona y castradora, le recuerda que están deteniendo a los cristianos por las calles y que, como consecuencia, han de huir debido a esa manía que le ha entrado por abrazar tan latosa doctrina.

Pero si exigente y afanoso es el cristianismo, Megera, que así se llama la consorte, lo es en grado maximum; lo que convierte a Androcles en un personaje algo calzonazos, o con la paciencia de un santo como el de Asís. Al menos, hasta que, gracias a Dios, la oportuna aparición en escena de una pareja de soldados romanos hace que la esposa ponga pies en polvorosa. Megera, por cierto, también era el nombre de una de las diosas griegas del infierno: la del castigo.


Antes de ser detenido por los soldados, Androcles ha ayudado a un león solitario a desembarazarse de una espina que tenía clavada en una de sus patas, pero los destinos de ambos no volverán a coincidir, de forma definitiva, hasta el final del relato. Entre tanto, el benigno Androcles avanza hacia el Coliseo en compañía de otros cautivos cristianos. Después de haber sido reprendido, reprochado y martirizado por su esposa, el camino hacia las fieras del Circo no le parece excesivamente enojoso y con sus compañeros entona alegres canciones. Algo que, en principio, saca de quicio al capitán de la tropa (Victor Mature) y hace que un centurión advierta al grupo que ¡no os toméis a broma vuestra muerte!

En estos momentos, Roma insiste en su cruzada contra el cristianismo, pero el valor y la belleza de la esclava Lavinia (Jean Simmons) hacen al capitán reconsiderar su postura (como sucedía en la excelente El signo de la Cruz [The Sign of the Cross, Cecil B. De Mille, 1932], aunque de una forma menos desprejuiciada). Como recuerda uno de los personajes de la película, se trata de combatir a quienes niegan la divinidad de nuestros dioses… y la de nuestro emperador.

Pese a todo, en el largo camino hacia Roma, los soldados confraternizan y el capitán se enamora. Aunque si el cristianismo es bastante transmisible, no lo es menos que conlleva un arduo camino, y supone una elección cuajada de dificultades. Al igual que en César y Cleopatra (Gabriel Pascal, 1945), determinados temas estructuran la narración, como la esperanzada determinación del prisionero cristiano, sus momentos de duda y aflicción, la defensa de las ideas y los principios, la creencia en una vida posterior, o la inclusión de conocidos latiguillos y conceptos, como el que insta a poner la otra mejilla. Tal y como le espeta, en tono de burla, un ciudadano romano al prisionero fortachón Ferrovius (Robert Newton), recuerda que eres cristiano y tienes que devolver bien por mal.


Es Ferrovius un personaje sumamente interesante, pues hace alarde de un temperamento más terrenal y aparentemente más sensato, siendo una especie de Sansón o de Hércules; como demuestra durante su primera aparición ante los romanos. A su vez, esas dudas que plantean el abrazo al cristianismo, y a las que nos referíamos antes, se personalizan en otro personaje sugestivo, como es Spintho (Noel William), un romano convertido y arrepentido, cuya única aspiración de cara a poder redimirse de sus anteriores pecados es morir en olor de tormento, convirtiéndose en un mártir, como si esto fuese una categoría filosófica.

Por su parte, el capitán (del que desconocemos su nombre específico) da a escoger a Lavinia entre el cristianismo y lo que él considera que es la vida; es decir, la única realidad que percibe. Al fin y al cabo, qué importa el nombre del Dios. A lo que Lavinia le responde que no se trata de una cuestión nominal, en efecto, pero tampoco de la mera sustitución de unos dioses por otros.

Finalmente, como quedó demostrado desde su primer encuentro, el león resulta ser un alma de Dios que, en agradecimiento, echa una zarpa a Androcles. Pasando, de este modo, de símbolo del terror romano contra los cristianos, a inesperada pieza que propicia su desarrollo. Aunque, en esta misma línea, lo más irónico está aún por llegar, cuando sea el propio César el que atice el fuego del cristianismo por estar sujeto a la historia, y por complacer a la plebe del Coliseo, que ha quedado encantada con las actuaciones de Ferrovius y de Androcles en la arena. Un espectáculo que, sin duda, nunca podrán olvidar.

Escrito por Javier C. Aguilera


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