Adaptaciones (LXVI): Un monstruo viene a verme, de Juan Antonio Bayona

20 noviembre, 2016

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Decía el poeta Vicente Aleixandre (1898-1984) que su poesía siempre se refería al mismo objeto, que hablaba siempre del único tema posible del arte: el ser humano. En efecto, no nos llevemos a engaño, hasta las más recónditas ficciones nos hablan a nosotros y tratan sobre nosotros, aunque puedan no parecerlo a simple vista. Pueden ser universales o excesivamente locales, sus mensajes pueden estar ocultos o resultar tan sencillos como una moraleja al final de un cuento. Hasta la fantasía más inaudita trata de mostrarnos las realidades posibles de la humanidad y todo lo que el ser humano es o puede ser capaz de hacer. Incluso los monstruos y las historias de terror no se alejan de nuestra idiosincrasia, porque los monstruos no son sino reflejos de nuestros miedos o bien creaciones realizadas por nuestros actos. El infierno son los demás, señaló Jean Paul Sartre (1905-1980). Pero también el monstruo puede ser uno mismo.


En Un monstruo viene a verme (2016), un muchacho abandona la infancia para adentrarse en el difícil mundo adulto. No parece tener, como observamos por las primeras secuencias, una vida corriente o similar a la idealizada que solemos tener, aunque no tantas veces se cumple: demasiado responsable, ocupándose de sí mismo y de las tareas del hogar mientras vigila, y cuida, a escondidas a su madre dormida, enferma de cáncer, ausente en la escuela y víctima de acoso escolar. Sin embargo, a pesar de estas responsabilidades adquiridas, algo le atormenta aún por dentro y persisten las pesadillas donde teme perder a su madre; a su vez, habita en él la contradicción de un deseo que no sabe comprender todavía, pero que deberá aceptar.

La película de Juan Antonio Bayona (1975) es una adaptación del libro que escribió Patrick Ness (1971), con guion del propio autor, quien a su vez se basó en una idea de la malograda Siobhán Dowd (1960-2007), quien a pesar de contar con varios elementos de la historia, falleció de cáncer antes de poder escribirla. La fidelidad es bastante estrecha entre ambos formatos, pero aquí trataremos de afrontar qué nos ofrece la adaptación de Bayona, quien suma esta película a su carrera, iniciada con El orfanato (2007) y continuada por la exitosa, comercialmente hablando, Lo imposible (2012). Todas ellas, según han publicitado, con un hilo conductor relativo a la relación entre hijos y madres, aunque de tonos bien distintos.


Quizás las referencias iniciales puedan resultar elevadas para la película de la que estamos hablando. Pero en realidad tienen mucha relación con lo que Bayona refleja a partir de la historia de Ness, porque a pesar del velo de fantasía que pueda tener la película, el relato mostrada no es más que una reflexión o un reflejo de una cuestión humano que, en muchas ocasiones, ha sido material para películas realizadas de forma más simple o, por contra, más elevada. Por su realización, Un monstruo viene a verme supera con creces un telefilm, a pesar de que los hechos narrados puedan ser recurrentes entre las historias que estas nos narran, pero no deja de ser una obra accesible para todos, que se ha tildado de sensiblera o lacrimógena, a mi parecer desprestigiando seguramente los buenos elementos particulares que aporta. Aparte de que parece que se nos olvida que no todas las películas nacen para ser obras maestras y cultas, sino simplemente para referirse a ciertos sentimientos y compartirlos con una audiencia que pueda sentirse afectada por lo que ve en pantalla.

Dicho lo cual, debemos afrontar cómo está realizada Un monstruo viene a verme. En todo momento, Bayona centra su atención en Connor, interpretado por el joven Lewis MacDougall en la que ha sido su segunda película. Por tanto, sobre este actor pesa toda la acción dramática y así nos lo señala la imagen de forma continua: la secuencia inicial abre siguiendo sus pasos desde su despertar tras una pesadilla hasta que va al colegio, sin más personajes activos presentes, a excepción de una dormida y enferma madre (Felicity Jones), de la que se nos muestra su enfermedad a través de elementos como los pastilleros o su apariencia física. Incluso posteriormente, durante las clases o en algunas de las secuencias del hospital, el enfoque está dirigido hacia Connor, ignorando el sonido o hasta el rostro de los profesores que se dirigen hacia él. Tan solo aquello que él observa o hace es objeto del interés de la cámara y, por tanto, de la narración cinematográfica.


A pesar de lo cual, no se nos abre de forma clara. Lo que mejor se plantea en la película es la confusión en la que está envuelta su protagonista, siendo poco claro con sus padres o con su abuela, callado en clase y apenas expresivo incluso cuando le están pegando. Precisamente, la narración cinematográfica de Bayona resulta más sutil que la original literaria, en tanto que no puede detenerse a revelar los pensamientos de su personaje; curiosamente, algunos añadidos en la película, como el gusto por el dibujo, ayudan a profundizar en la personalidad del personaje. La aparición del monstruo, que en la versión original cuenta con la imponente voz de Liam Neeson, supone el momento de mayor expresividad del protagonista, siendo capaz de replicarle como no lo hace con su familia o de expresar aquello que siente: la ira, el desconcierto, sus miedos y sus deseos. Lejos de convertirse en un monstruo terrorífico, este monstruo se alza como un ser sanador, aunque no necesariamente satisfactoria para lo que Connor espera.

Para finalizar en la cuestión de la relación entre el monstruo y Connor, que sin duda es lo más logrado de la película incluyendo el clímax de la cuarta historia, una revelación que dice mucho de la madurez de la película en contra de la expectativa que uno podría tener, cabe mencionar las tres historias narra el monstruo. Dejando la tercera aparte, las dos primeras cuentan con una técnica animada bellísima y de gran calidad, recordándonos a otras piezas similares insertadas en películas fantásticas como el cuento de los tres magos en Harry Potter y las reliquias de la muerte Parte 1 (David Yates, 2010). Todas conllevan una reflexión sobre la condición humana más o menos interesante, aunque no dejan de ser historias con moraleja, metáforas conceptuales que pueden servir tanto al protagonista como al espectador de forma similar a algunos libros catalogados como autoayuda o de lecciones de vida (no queremos resultar despectivos al respecto). No obstante, no son historias que busquen un mensaje esperanzador o positivo de la vida, por lo que se alejan a su vez de lo tópico.


Ahora bien, para todas las demás relaciones, la película desarrolla sus tramas de forma más liviana, con las palabras justas. No estamos ante cuestiones muy elaboradas y, por ello, en ocasiones puede pesar o pedir al espectador que ponga más de sí mismo en lo que ve que lo que hay realmente en lo que está viendo. Por ejemplo, echamos en falta que se hubiera mostrado mejor el engarce en la relación entre Connor y su madre, una estupenda Felicity Jones, a pesar de que en la película haya mayor reflejo de su relación pasada que en el libro. A su vez, en este punto toca celebrar que la obra no se desvíe en exceso hacia el tema de la enfermedad, sobre el que en realidad se sobrevuela, dado que no es el auténtico interés de la trama, como descubriremos al final. Con todo, se echa en falta más escenas similares a la cinta que Connor ve sobre su infancia. No es gratuito este comentario: la ausencia de reforzadores en esta relación merman la fuerza dramática del último tramo de la película.

Tampoco se logra realizar un retrato nítido del padre, encarnado por un regular Toby Kebbell, ni de la relación que ambos mantienen, que peca aquí de confusa. Un rol que podría haberse obviado sin que se resintiera el resto de la película, pudiendo haber potenciado el fondo de otras cuestiones en lugar de caer en tópicos de divorcios. Ahora bien, dado que está en la película, debemos advertir que, curiosamente, en sus conversaciones se revelan de forma ocasional los verdaderos sentimientos de Connor, como su alegría inicial al descubrir que podría ir a vivir con él a Estados Unidos, olvidándose momentáneamente de la situación de su madre, o su posterior desilusión y decepción cuando descubre que se trataría tan solo de unas vacaciones, lo que nos alerta de que nuestro protagonista anhela algo que no tiene. También es llamativo cómo nuestro protagonista se sorprende de ciertos datos sobre el pasado de su madre, quizás ilógico, aunque comprensible, teniendo en cuenta que vive solo con ella.


Concluyendo con las relaciones familiares, nos encontramos con la abuela, una contundente Sigourney Weaver, que mantiene una difícil relación con su nieto. Ambos son personajes contrarios en su forma de ser y de ver la situación, pero a ambos les une los mismos sentimientos y el mismo vínculo por la enferma. Como advierte el personaje, ella no es la mala. A pesar de que tampoco permanece mucho tiempo en pantalla, lo cierto es que entre las relaciones familiares, es la que mejor fluye en pantalla gracias a una evolución desde la distancia inicial hasta la cercanía de los momentos finales. Su carácter autoritario y conservador es advertido desde antes de su aparición y contrapesado por las referencias al abuelo, quien, por cierto, aparece en una fotografía encarnado por Liam Neeson, en un autoguiño al monstruo y, a su vez, al pasado de la propia madre, quien tuvo que superar también la muerte de su padre. Precisamente, hay una interesante insistencia de la madre en el tejo del cementerio con un tratamiento admirativo e, incluso, amistoso.

La última cuestión es el acoso escolar, que quizás es la que peor desarrollada se encuentra. Si bien es cierto que el final de este acoso nos hace comprender mejor la actitud de Connor, dado que parece que este busque a su acosador (James Melville) de forma insistente, como si deseara ser castigado, algo que el resto de adultos, o hasta el colegio, le deniega, su desarrollo resulta artificial y parece simplemente sumarse a la cantidad de hechos a lamentar en la vida del protagonista para hacerla más desgraciada. A ello ha de sumarse que todo lo relativo al colegio peca de artificioso y parece ajeno a la historia del personaje. Hasta la decisión adoptada por la directora (Geraldine Chaplin en un nuevo cameo dentro de la filmografía de Bayona) resulta inverosímil, pues a pesar de que podamos comprender la rebaja del castigo por la situación de Connor, la postura final que adopta sorprende no solo al protagonista, sino a cualquier espectador, así como la ausencia de posibles intervinientes en este panorama, como psicólogos o profesores (como mencionamos anteriormente, todos están desdibujados o despersonalizados en la trama, sin ninguna implicación directa; algo contrario a lo que sucede en el libro, aunque tampoco allí encontramos un gran desarrollo de la cuestión).


La referida ausencia de castigo será una de las cuestiones recurrentes en la película que tomen un significado más relevante en el tramo final, como sucede con la hora de la aparición del monstruo, con la insistencia en el cansancio de Connor que hacen varios personajes, como un profesor o el padre, o con la secuencia de su pesadilla. Todos estos elementos convergen a su vez con la referida e insistente verdad que solicita el monstruo en el momento de mayor intensidad de la obra; por cierto, un monstruo que actúa aquí como el psicólogo ausente al que nos referíamos antes. Otro apunte más sobre los detalles que nos muestra la película es sus homenajes o referencias a libros y películas, desde la evidente referencia a King Kong (Merian C. Cooper, 1933) en la secuencia de su proyección hasta los dibujos dedicados a Moby Dick (Herman Melville, 1851; aunque quizás el dibujo se base en la adaptación de John Huston de 1956), Los viajes de Gulliver (Jonathan Swift, 1726) o El increíble hombre menguante (Jack Arnold, 1957), todos ellos relacionados por la introducción de cierto elemento monstruoso en la historia. Todas estas menciones son novedosas con respecto al libro, donde no aparecen. Sin embargo, nos ayudan a comprender mejor cómo era la madre y proyecta a su vez un lado más personal del director.

Ante una historia con una tendencia tan dramática y poética, Bayona recurre de forma constante a los planos detalle, sobre todo en los momentos artísticos donde se van dibujando y proyectando los pensamientos del protagonista. Los efectos especiales, la iluminación y el montaje colaboran juntos para mostrarnos una película bella y de gran factura técnica. Se nota en un primer vistazo cómo el interés del director en el montaje de secuencias ha sido la búsqueda de la belleza y de la centralización del protagonista por encima de todo lo demás, y dado que ese era su objetivo, debemos comentar que lo ha logrado, aunque podamos considerar que acaba por ser excesivamente correcto. Algo que también sucede con la música de Fernando Velázquez, habitual colaborador de Bayona, que impone las técnicas habituales en los momentos justos, como el aumento de la tensión y de la fuerza dramática con el uso de cuerdas. En este sentido, no hay innovación, aunque, curiosamente, logra alcanzar cierta identidad para la película con una melodía propia.


En conclusión, la historia que esta película nos presenta está bien redondeada y cerrada en torno a su objetivo y trama principal, aunque tenga fallas evidentes para criticarla en otros aspectos, como los ya planteados en nuestra reseña. La belleza y sencillez que presenta la obra para envolver al drama son muy agradables y planea a lo largo de la película varias ideas interesantes para recoger, herederas de su original escrito. Al final, Un monstruo viene a verme busca atacar a la sensibilidad del espectador y, por tanto, nuestra valoración personal dependerá de cuánto logre cautivarnos. Quizás por ello seamos indulgentes con una obra que, simplemente, trata de sentimientos que todos hemos compartido en alguna ocasión.

Escrito por Luis J. del Castillo


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