Adaptaciones (XXXVIII): Los últimos días de Pompeya, de Edward Bulwer-Lytton

14 marzo, 2015

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Fue en tiempos del emperador Tito (39-81 D.C.) cuando tuvo lugar uno de los mayores desastres históricos y naturales, la erupción del Vesubio, un suceso que durante años inflamó la imaginación de arqueólogos, historiadores, escritores y público en general, legando además, como si de una máquina del tiempo se tratara, un fragmento de historia petrificada en el tiempo.

Edward Bulwer-Lytton
La novela histórica no es un fenómeno nuevo, desde Walter Scott (1771-1832) al propio Conan Doyle (1859-1930), su interés perdura en la actualidad. Los últimos días de Pompeya (The last days of Pompeii, 1834; Planeta bolsillo, 2004), propuso una dramatización de los hechos que, a la larga, se ha convertido en uno de sus más celebres exponentes. Su autor, Edward Bulwer-Lytton (1803-1873), fue novelista y dramaturgo además de político.

En Los últimos días de Pompeya, un narrador omnisciente se dirige al lector por medio de interpolaciones desde el presente, como un formidable story-teller, con capacidad para contemplar a voluntad el pasado que narra. Es un rasgo de modernidad en sí mismo el hecho de que, más allá de las reflexiones personales, su figura nos parezca confortablemente instalada en dicho pasado, y se nos muestre en continua complicidad con el lector, ya que incluso se permite opinar con respecto a asuntos culturales y psicológicos, como sucede por ejemplo, con los detalles relativos a la vivienda del joven griego Glauco, inspirada en la auténtica “casa del poeta dramático(Libro I, capítulo III)

El muchacho, al que podemos asignar el rol de protagonista principal, es descrito como “galante y rumboso”; un desparpajo juvenil que tiene correspondencia en sus amigos romanos Lépido, Salustio y Claudio, aunque finalmente, sus caracteres divergentes –en definitiva, sus experiencias vitales- les acaben distanciando. Al grupo hay que añadir a Dione y su infortunado hermano Apecides, ambos en manos del pérfido Arbaces, sacerdote del templo de Isis e impostor incluso en el nombre, pues el que porta no es el auténtico. Otros personajes “de soporte”, pero relevantes a la hora de completar el fresco histórico, son el mercader Diomedes, descendiente de libertos; su hija Iulia, el gladiador Lydon o los taberneros y ex gladiadores Burbo y Estratonice. Y finalmente, la joven invidente Nydia, personaje trágico cuyo final será el único –de los mostrados- que no tenga que ver con el desastre natural. Junto con Glauco y Dione, constituye una tríada de personajes positivos y “luminosos”, que demuestra que la nobleza está en la voluntad y el carácter, y no en el rango.

Destaca en la narración la amena exhaustividad por el detalle. Por ejemplo, en la presentación de una comida o durante la divertida descripción de los principales personajes, reflejada por medio de un acto, una idiosincrasia, un pensamiento o unas pocas palabras. Sobre todo, con respecto a los jovenzuelos despreocupados pero pasionales, petimetres arrebolados y enamoradizos, envueltos en túnicas y completamente humanos. Los diálogos se suceden con erudita familiaridad y el humor también encuentra acomodo en momentos como los vaticinios de la diosa Isis (I, IV), los “excesos de la higiene” (I, VII), el rocambolesco peinado de Iulia (III, VII), el convite del tacaño Diomedes (IV, II), la acerada ironía de los pronósticos de Arbaces, que aciertan al determinar la causa de su muerte, aunque no en el momento que él cree (II, VIII), o en la referida complicidad del “el autor de este relato(I, VII) con el lector.

De todos los personajes, el egipcio Arbaces es el más complejo, el más trabajado psicológicamente. A él dedica el autor soliloquios definidores y esta exposición de sus pensamientos le otorga una mayor hondura dramática, que el novelista resume acertadamente cuando asegura que “el vacío de los sentidos pretendía llenarlo con el saber”. 

Claro que será un saber que se alimenta de la ingenuidad de la juventud y el desconocimiento de quienes le rodean, como él mismo deplora, hipócritamente, cuando dan comienzo los “juegos” en la arena. En Arbaces subyace el descontento de los sometidos por Roma, pero al contrario de la actitud nostálgica y desenfadada -en principio- del griego Glauco, la suya será la de un desengaño más coactivo y sañudo. Como certera figura genérica, se define así mismo al decir que “donde hay una creencia religiosa, allí está mi poder(I, IV).

Cuadro de Ulpiano Checa
La tragedia “consciente” del desaprensivo Arbaces desencadena otras, como la de su discípulo Apecides, tras su decepción ante los engaños mistéricos y otras flaquezas humanas, que siempre parecen tan necesarias. La soledad anímica del joven hace que, junto a Nydia, sea el otro gran personaje trágico del relato. De este modo, Los últimos días de Pompeya es un texto que puede seguir siendo actual, una novela histórica contemporánea, nutrida por el amor, el engaño, la traición, el desamor, la reflexión en la madurez, la libertad del individuo, el paso del tiempo… 

Entre sus mejores momentos cabe destacar el duelo verbal entre Glauco y Arbaces (I, VI), la presentación de la misteriosa casa del egipcio (II, VIII), que incluye el episodio erótico con el joven Apecides; el encuentro de Arbaces con la bruja del Vesubio, la misiva que el enamorado Glauco escribe a Dione (II, VI), así como la carta, posterior en el tiempo, de Glauco a Salustio, con que concluye todo el relato (V, IX), y en la que Glauco se muestra respetuoso con las demás creencias (cristianas y romanas), convirtiéndose en una especie de “mestizo religioso” –recordemos su ascendencia griega-, alejado de la frialdad de las razones últimas y “verdaderas”. También podríamos añadir el inesperado –y creíble- comportamiento que tendrá el león en el Circo frente al joven ateniense.

Retrato del panadero Paquio Próculo y su esposa
Pero existen otros personajes que apenas se muestran físicamente aunque están ahí, personificados en la figura del converso Olintho. Son los llamados “nazarenos”, representantes de una nueva fe. Se asemejan a Lydon, el gladiador que, a su modo, es movido por el deseo de comprar la libertad de su padre, el cristianizado Medón.

Lytton sabe ponerse en la piel psicológica de unos y otros, nazarenos o adoradores de varios dioses (incluyendo al egipcio, como queda dicho). Por ejemplo, no se exime la brusquedad de los primeros cristianos (“frialdad” en palabras de Glauco [III, V], que aunque permeable con el tiempo, no reniega de su tradición cultural como griego). De hecho, se hace patente una divergencia de tono y carácter entre aquellos conversos que pudieron ver a Cristo vivo, más benévolos, y los cristianos “de nuevo cuño”, de talante más apocalíptico y visceral, preparados para “una guerra de religiones(IV, IV) y acaudillados por el citado Olintho.

Lytton además, intercala poemas y cancioncillas alusivas al momento o el estado de ánimo de los personajes, como una forma de expresión cercana y habitual. Otro acierto del autor lo encontramos a la hora de comentar no solo la precipitación del material volcánico sobre la ciudad, sino también, la asfixia que padecieron los ciudadanos de Pompeya, su inesperada incapacidad para poder respirar (V, VI), tal y como después ha quedado demostrado (nos referimos a ello al final de este artículo).

Night eruption of Vesuvius, de Henry Pether
Dividido en cinco partes o libros, el quinto se corresponde con el último día de Pompeya. La progresiva tensión va impregnando una narración cuyos días se acortan. Una tensión sostenida durante el proceso y condena de uno de los personajes principales, y unos días que son las crónicas de unas muertes anunciadas, en las que de nuevo, amores y desamores son los motores del mundo. O al menos, del mundo de unas existencias cercenadas en el mediodía que se convirtió en noche.

Los últimos días de Pompeya ha sido adaptada para el cine o la televisión –incluso como material escenográfico- en numerosas ocasiones, y resulta interesante comprobar cómo ha de ser la versión muda de 1913, dirigida por Mario Caserini (1874-1920), la que resulta más fiel a la psicología original de los personajes de Bulwer-Lytton, destacando en su conjunto, el plano en que la ciega Nydia (Fernanda Negri Pouget), en primer término de la imagen, descubre el amor que se profesan Glauco (Ubaldo Stefani) e Ione (Eugenia Tettoni Fior), al fondo del mismo.

Como curiosidad, cabe señalar que los intertítulos de la película a menudo anticipan la acción más que la explican, en una curiosa opción narrativa. Los instantes de la erupción son convincentes y la película recoge, como una llamativa aportación, un escenario sugestivo, que suele pasarse por alto en el resto de adaptaciones: el de la cueva de la bruja del Vesubio, que forma parte del episodio del bebedizo “amoroso”. Caserini sostiene el relato a base de unos eficaces planos largos, de entre los cuales, no podemos dejar de señalar el asombroso momento que muestra el considerable gentío que contempla los “juegos” en el circo, junto al empleo que el realizador otorga a la profundidad de campo.


Tampoco arroja mal balance Los últimos días de Pompeya (The last days of Pompeii, RKO), de 1935, pese a que solo toma del original su título, lo cual se advierte mediante un rótulo inicial. Pero la historia “paralela” escrita por Ruth Rose (1891-1978) y Boris Ingster (1903-1978), en base a una idea original de James Ashmore Creelman (1894-1941) y Melville Baker (1901-1958), es lo suficientemente interesante. La película fue dirigida por el estupendo Ernest B. Schoedsack (1893-1979) y producida por Merian C. Cooper (1894-1973), recordemos que fueron los artífices del sensacional King Kong (Ídem, RKO, 1933).

Su protagonista es el herrero Marco (Preston Foster), que acuciado por las circunstancias, ha de emplearse como gladiador, con el fin de obtener una importante suma de dinero; tras lo cual, este se revela inútil a sus fines (salvar una vida). Pero Marco culpa de ello a su anterior pobreza y hace suyas las palabras del noble Gayo (Frank Conroy) que asegura que “solo el dinero proporciona seguridad”. Todo un cambio para el herrero que antes aseguraba que solo aspiraba a “trabajar mucho, comer bien y dormir a gusto”. Los carteles que se superponen y que muestran su ascenso como gladiador, ejemplifican magníficamente este cambio de actitud. Marco también emprenderá este camino para tratar de proporcionar a su hijo adoptivo Flavio (John Wood) todo aquello de lo que él careció.

Mediado el relato, se propone un interesante salto temporal (aunque cronológicamente discutible: un tiempo comprimido entre la crucifixión de Cristo y el año de la erupción, 79 D.C.), que, no obstante, se emplea con acierto para hacer avanzar la psicología de los personajes. Y curiosamente, uno de los beneficiarios de ello será el gobernador de Judea, Poncio Pilato (encarnado por el estupendo Basil Rathbone), cuya pesadumbre y deriva posterior hacen que se acabe preguntando “dónde está la verdad”. Cabe destacar, así mismo, la meritoria reconstrucción de la ciudad y de diversos ambientes, como las celdas del circo, las estancias de la casa del Marco más pudiente, las calles de Pompeya, la juguetería o la tienda donde se sirve de comer. Igualmente, destaca el momento en que Marco le comenta, metafóricamente, a un joven Flavio (David Holt), que no mire hacia atrás, sino al frente (al futuro), mientras la imagen del Gólgota aparece al fondo del plano. Todo un recorrido vital que se beneficia de los efectos especiales del gran Willis O’Brien (1886-1962) y la música de Roy Webb (1888-1982).


Desconozco las aportaciones a cargo de Carmine Gallone (1886-1973) y el interesante Marcel L’Herbier (1888-1979), de 1926 y 1950 respectivamente -me limito a comentar los títulos que he tenido ocasión de ver-, de modo que la siguiente adaptación sería, si no me equivoco, la raquítica pero simpática versión de 1959, Los últimos días de Pompeya (Gli ultimi giorni di Pompei, CIAS), de Mario Bonnard (1889-1965).

En ella, la trama se centra en las tropelías cometidas por los seguidores de Arbaces (un eficaz Fernando Rey) que, haciéndose pasar por miembros de la nueva secta cristiana, abastecen con sus saqueos las arcas de Isis; aspecto que proporciona algún instante de crudeza al comienzo de la película. Aunque como suele decirse, “se deja ver”, todo parecido con el original literario se limita a la adopción de algunos nombres (por ejemplo, aquí Glauco es convertido en centurión romano, personaje a cargo de Steve Reeves).

Sí merece la pena recordar el gran aparato de profesionales que despliega este péplum, ya en coproducción con España: música de Angelo Francesco Lavagnino (1909-1987), coordinación artística de nuestro estupendo Jorge Grau (1930; uno de los mejores puntales de la película) y guion –entre otros- de Duccio Tessari (1926-1994), Sergio Leone (1929-1989) y Sergio Corbucci (1927-1990), estos últimos encargados además de la segunda unidad (que incluía a Enzo Barboni [1922-2002] como operador). En cuanto al reparto, cabe destacar la presencia de Guillermo Marín como procurador romano y la de un joven Jesús Puente. Y en cualquier caso, da gusto escuchar una vez más la voz del doblador Rafael Navarro (1912-1993), por boca de Steve Reeves, que a buen seguro salió ganado.


Pasamos a la mini-serie de 1984, Los últimos días de Pompeya (The last days of Pompeii, Columbia TV-RAI), funcional pero entrañable, y que constituye una acercamiento algo más fiel al original literario. A mi modo de ver cuenta con un valor positivo, que es la incorporación de un par de personajes que, curiosamente, no aparecen en el libro salvo mencionados: el procurador romano Quinto (Anthony Quayle) y, sobre todo, el ex senador Gayo (Laurence Olivier), cuya incorporación ofrece una atinada y pesimista disertación, no ya acerca de la senectud, sino del remordimiento por las faltas cometidas. Hasta su último acto de expiación –y de cobardía- es burlado por la naturaleza cuando el Vesubio entra en erupción.

En el tramo final, Ione y Glauco (respectivamente, Olivia Hussey y Nicholas Clay) se convierten a la nueva fe, lo que contraviene abiertamente la idea originaria de Bulwer-Lytton. Eso sí, el reparto fue de primer nivel: a los consignados quisiera añadir al siempre avieso Peter Cellier como Galeno, Ernest Borgnine en el papel del entrenador de gladiadores Marco, y un estupendo Ned Beatty en el de Diomedes. Para evitar la homofonía con el nombre de Arbaces (Franco Nero), aquí Apecides pasó a llamarse Antonio (Benedict Taylor). En definitiva, pese a la rutinaria planificación de Peter Hunt (1925-2002), destaca la labor de Jack Cardiff (1914-2009) en la fotografía, y el tema musical -más que una banda sonora- compuesto por Trevor Jones (1949).


Otra mini-serie, esta vez dividida en dos partes de hora y media de duración, fue la bienintencionada y romanticona Pompeii (Giulio Base, Lux Vide, 2007), rebautizada en español como Los últimos días de Pompeya, aunque la línea argumental propuesta para la narración sea, nuevamente, distinta a la del libro. Aquí, el personaje central es otro romano, Marco Saverio (Lorenzo Crespi), en demostración de que los legionarios también podían ser personas (como curiosidad, ningún gladiador hace su aparición en esta ocasión).

La planificación nerviosa y pródiga en planos cortos hace temer lo peor, pero la miniserie presenta algunos puntos de interés, más allá de –una vez más- la planificación rutinaria. Por ejemplo, el tatuaje que identifica a los miembros de la VI Legión, como Marco y Tiberio (Maurizio Aiello), el hecho de que uno de los terremotos previos tenga lugar, alternativamente, mientras se libra una batalla lejos de allí (dos tipos de desastres aunque igual número de heridos), la conjura contra Tito (un acartonado Giuliano Gemma), la estafa del catastro de algunas viviendas pompeyanas tras el gran terremoto y las señales previas al desastre de la erupción, como el agua envenenada, los peces muertos que flotan en el mar, el comentario acerca del gran número de bebés que nacen muertos (!) o la propia muerte de todo el ganado de la zona. 

Unos azares aderezados, nuevamente, por un tema musical arreglado de mil formas más que por una banda sonora per se; eso sí, algo más inspirado de lo habitual, obra de Marco Frisina (1954). Lástima que la incorporación de personajes como Tito o Plinio el Viejo, almirante de la flota romana –encarnado por el propio realizador-, sea puramente anecdótica.


Para concluir este repaso, llegamos hasta Pompeya (Pompeii, Columbia Tri-Star, 2014), pirotécnico y previsible refrito al ralentí, con héroe hierático pero de buen corazón (Kit Harington) y la insípida partitura de rigor (con mucho coro y tambor, no faltaba más). Hasta la fecha, constituye el último acercamiento al tema, más que a la obra literaria, de la que se limita a entresacar algunas ideas dispersas con la misma desfachatez con que saquea material de otras películas, convirtiendo lo folletinesco en folletoso.

Lo que su director, Paul W. S. Anderson (1965) entiende como puesta en escena –y no es el único- consiste en una sucesión de aburridos y mecánicos planos-contraplanos, los planos aéreos de rigor y los planos cortos que simulan el ritmo, sazonados por unos diálogos paupérrimos y trasnochados, unas situaciones estereotipadas y unos personajes ridículamente maniqueos (hasta esto quedaba resuelto con mucha más gracia en la miniserie anteriormente citada). Para colmo de males, es la película que más yerra con respecto al clímax, al convertir la erupción del Vesubio en una “lluvia de meteoritos”, que cesa al arbitrario capricho de los dioses guionistas, para asombro de los sufridos habitantes de la ajetreada urbe. Decididamente, lo único apabullante de esta película con volcán es su mediocridad.


Aunque las cifras suelen ser frías, podemos recordar algunas a tenor de nuestro viaje por las faldas del Vesubio, a modo de conclusión. Los restos de Pompeya fueron oficialmente descubiertos en 1594, pero las primeras excavaciones se realizaron más tarde, en 1748, y la creación de los célebres moldes de escayola de los cuerpos sepultados, en 1863. La del año 79 D.C. fue la más grande erupción en unos cuatro mil años; más teniendo en cuenta que el volcán había permanecido inactivo (en realidad, “acumulando fuerzas”) desde hacía otros cuatrocientos (una leve válvula de escape la proporcionó el terremoto del año 62 D.C.).

Y como advertíamos anteriormente, no fueron la lava o los escombros –como la piedra pómez o el lapilli-, los brazos ejecutores, sino el aire letal de polvo y ceniza que, a unos cien grados centígrados y unos doscientos kilómetros por hora, produjeron las llamadas “nubes piroplásticas”, ocasionadas cuando la ingente masa de energía se desplomaba sobre el volcán. Hubo hasta cinco, siendo la última la más extendida y, finalmente, la causante de la muerte de unas diez mil personas repartidas por toda la geografía. 

Pero sería la cuarta la que, según los expertos, cercenó en un abrir y cerrar de ojos la vida de los habitantes que aún quedaban en Pompeya (la mayoría había salido de la ciudad, aunque como hemos visto, no todos pudieron salvarse por ello). Un total de veinte mil personas fallecieron y un número inicial de mil cuarenta y cuatro cuerpos fueron recuperados. La última vez que el volcán entró en erupción fue en 1944.

Escrito por Javier C. Aguilera 


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