Sonrisas y lágrimas, de Robert Wise

28 febrero, 2015

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Un mundo no necesariamente mejor da paso a otro cuando el anterior ha abandonado sus credenciales identitarias y culturales. Viene esto a cuento porque, aun de forma subrepticia, es este el tema principal y el ambiente que sobrevuela los parajes austriacos de finales de los años treinta en Sonrisas y lágrimas (The sound of music, Fox, 1965), dirigida por Robert Wise (1914-2005).

Por supuesto, la película venía precedida por el considerable éxito del musical de igual nombre (en inglés) que adapta. Razones no faltaban para ello, The sound of music (1959) se nutre de una historia atrayente, de corte familiar y noblemente folletinesca, situada en escenarios exóticos y articulada por una serie de canciones muy inspiradas, todo ello obra del compositor Richard Rodgers (1902-1979) y del libretista Oscar Hammerstein II (1895-1960). Y, por qué no, también cuenta lo que el relato evoca en cada espectador. La película recrea fielmente el “espíritu” del musical, con el añadido de la puesta en escena de Robert Wise, la fotografía de Ted McCord (1900-1976) y la adaptación del libreto del gran Ernest Lehman (1915-2005), con quien Wise ya había colaborado en la excelente La torre de los ambiciosos (Executive Suite, MGM, 1954). Los felices resultados de Sonrisas y lágrimas permitieron al realizador acometer su anhelado proyecto de filmar El Yangtsé en llamas (The Sand Pebbles, Fox, 1966). 

Tras el logo nocturno de la Fox, las nubes y el incomparable paisaje de las tierras de Salzburgo inician la secuencia de apertura, cuyo núcleo central será, precisamente, un canto a la naturaleza, entonado por la novicia María (Julie Andrews).


Según algunas compañeras de noviciado, la soñadora María silba, canta fuera de la abadía y hasta emplea rulos. Como buen musical, las canciones resultan fundamentales para adentrarnos en la psicología y el desarrollo argumental del relato. En efecto, María es una persona que se siente fuertemente unida a los elementos de la naturaleza. Como sabemos, la vida de María da un giro cuando es postulada para instruir a los siete hijos de un oficial de marina retirado y viudo (Christopher Plummer). La envergadura del cometido le queda clara a María cuando observa primero y atraviesa después la sala principal de la mansión von Trapp.

El capitán es un hombre estricto y maneja la casona como si fuera un navío, a toque de pito. Un ambiente que hará que la nueva institutriz pregunte que “cuándo juegan” los niños. En ese mundo austriaco y austero, apenas se habla durante las comidas. Más adelante, el joven Rolfe (Daniel Truhitte) comenta del Capitán que “es muy austriaco”, penetrando la cuestión ideológica, foco de la disensión.


María no es la única que parece alejada de su ámbito. La Baronesa (Eleanor Parker) es una persona adinerada pero sola (que no es lo mismo que solitaria, como lo es el Capitán). De alguna manera, este personaje encarna aquello que queda cuando se han desvanecido los bailes, las compañías interesadas y el deslumbrante esplendor de Viena (una situación aplicable a otras culturas). Pese a todo, concluye que debe regresar a su propio entorno. De hecho, y de forma aún más concreta, la Baronesa pregunta a un ausente von Trapp algo tan aparentemente sencillo como “¿dónde estás?”, a lo que el Capitán responde que “en un mundo que desaparece”.

Pues bien, en este cosmos que se aleja, María empleará sus mejores recursos, descubriendo a los chicos otro mundo, el de la música, vedado a la familia desde la muerte de la madre, como forma de cultura que se puede transportar (algo que no pueden llevarse los nazis), de igual modo que confeccionará unos trajes de recreo partiendo de unas viejas cortinas (la renovación del patrimonio).


Todas las canciones son destacables (en su versión original, por supuesto), especialmente Do-Re-Mi, el A-B-C de la música cuando María les enseña a cantar, o Edelweiss, una tonada que simboliza a la misma Austria, en un momento en que la libertad ha sido sustituida por la parafernalia nacionalsocialista.

Son unas canciones que el padre aún recuerda pero que prefiere no cantar ante el público (finalmente, se verán forzados a hacerlo en un Festival), en una coyuntura que permite incorporar otro personaje, que a su vez representa la parte más “materialista” de esta expresión cultural. Se trata de Max (Richard Haydn), un arribista cuya grisura ética habrá finalmente de decantarse.


La música es componente fundamental de una cultura desarrollada, además de una forma de expresión de sentimientos que son universales. Gracias a esta, destaca en la película otro momento, aún no siendo cantado. Aquel en que María y el Capitán bailan en el patio, de forma paralela a la fiesta que se desarrolla en el salón principal de la casa.

Escrito por Javier C. Aguilera


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