Clásicos Inolvidables (XXXVII): Viaje al centro de la Tierra, de Julio Verne

15 noviembre, 2013

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Levanté la cabeza y divisé, por última vez, a través del inmenso tubo, aquel cielo de Islandia que no debía volver a ver (Axel, XVIII).

Sin lugar a dudas, de entre toda la producción de Julio Verne (1828-1905), Viaje al centro de la Tierra (1864) ha sido una de las obras más populares. Su narrador es el joven Axel, que vive con su tío, a quien describe como un sabio, políglota y algo cicatero, que imparte clases de mineralogía. La acción arranca el veinticuatro de mayo de 1863, en Hamburgo.

Es curiosa la similitud entre Axel y el propio Verne. Si el autor se caracterizó por tu talante imaginativo y aventurero (sobre todo como navegante, tal vez incluso como grumete a muy temprana edad), su alter ego literario, que adopta la etapa vital de la juventud, se caracteriza por una jovial ironía y un carácter reflexivo, ensoñador, y algo solitario (que nada tiene que ver con el hecho de aburrirse, como algunos creen). Axel se entretiene en su “misantrópico” hobby, la geología, y su socarrona narración incluso se traslada a la relación que mantiene con Grauben, la ahijada de su tío; hasta cuando vagabundea, le gusta pensar que es por la ciencia.

Al menos así es, hasta que se ve arrastrado a la vorágine de este viaje extraordinario, que da comienzo con el espléndido pasaje del desciframiento de un antiguo pergamino, hallado en un viejo libro (momento que anticipa, o recuerda, uno de los más celebrados relatos de Sherlock Holmes: La aventura de los muñecos danzantes).

Como tantas veces, la comunicación autor-lector trasciende el tiempo, y Axel y su tío, el profesor Lidenbrock, resuelto el criptograma, logran dialogar con un alquimista islandés del siglo XVI llamado Arne Saknussemm.

Según la magnífica costumbre verniana, en Viaje al centro de la Tierra, los efectos anteceden a la “explicación científica”, es decir, primero compartimos la singularidad del fenómeno, y luego se nos facilita la (posible) explicación erudita. Junto al profesor y Axel, hará el viaje un oriundo de Islandia, el recolector de plumas de ave Hans, aunque siempre se tiene la sensación de que un cuarto personaje, el alquimista, acompaña a los expedicionarios. Así los confirman las marcas dejadas por Saknussemm, casi al final del periplo (XXXIX).

Un viaje, en definitiva, no solo espacial, sino temporal: la posibilidad de acceder a otros estratos, geológicos o -como se verá-, biológicos, equipara el interior de la Tierra a una máquina del tiempo (XXXII), lo que proporciona una inefable y abrumadora sensación. Axel lo expresa gráficamente al anotar en su diario que “para sensaciones nuevas hacían falta palabras nuevas, y mi imaginación no me las proporcionaba” (XXX).

En Viaje al centro de la Tierra hallamos otros pasajes excelentes, como el de la búsqueda de un torrente subterráneo con el que poder abastecerse de agua (XXIII), la bifurcación a la hullera, fragmento igual de angustioso, porque supone la ceguera para el que aún puede ver (aunque lo que priva de un sentido, agudiza otro, como el sonido); el viaje por mar, desarrollado a lo largo de varios capítulos, o el descubrimiento de unos restos óseos en concreto (XXXVIII), preludio de otro hallazgo aún más sorprendente (XXXIX), también relacionado con la evolución del hombre.
 
Igualmente, sobresale otra sensación, la que ejercen los objetos “del exterior” sobre el cerebro (XXVI), tal y como experimenta el propio Axel. Pero aún sobre la superficie terrestre, destaca la “lección de abismo” a la que Lidenbrock somete a su sobrino, en el campanario de la iglesia barroca de San Salvador (o Vor-Frelsers-Kirke), de Copenhague (VIII).

Bosques desprovistos de verdor, criaturas antediluvianas, noches con luz y el sonido del silencio… son elementos que forman parte del reino de la fantasía y la verosimilitud, nunca antagónicos en el universo anticipador de Julio Verne. En Viaje al centro de la Tierra, lo plausible se da la mano con la aventura.

La fresca traducción de la edición de Valdemar/Club Diógenes, contiene los grabados originales de la novela, obra de Edouard Riou (1833-1900), aunque por supuesto, muchas otras ediciones resultan igual de aconsejables.

Escrito por Javier C. Aguilera


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